Por: Armando Álvarez Bravo
Texto Del Catálogo De Prado Fine Art Collection, November 2006

 

El paisaje, más allá de sus calidades estéticas, tiene un amplio espectro de valores y significados. En primer término es una constante en la historia de la pintura. Así, en un recorrido a través de la historia de ese género, descubrimos que es un documento que eterniza el escenario del acontecer de una época y de los múltiples acontecimientos e intereses que en ella bullen. Es, de igual suerte, por encima de cualquier otro significado o función, una forma de fijar, una manera de plasmar un sitio entrañable en una condición ideal, aunque también puede ser terrible. Expresa un apego o una fascinación por un lugar. Constituye igualmente una expresión de identidad. También, y no menos importante, una manifestación de nostalgia a la par de un vehículo ideal para volcar en el lienzo o en el papel nuestros deseos.

En el devenir de la pintura cubana, el paisaje, desde sus inicios académicos tocados por los cánones del paisajismo europeo y por los maestros del viejo continente que lo ejecutaron, se convirtió al paso de los años en una forma de establecer nuestra identidad. Somos la destilación de las imágenes que de manera caleidoscópica a lo largo de dos siglos ha ejecutado una nómina de creadores cuya diversidad de miradas a su entorno y su realidad, ha buscado el anclaje en lo que reconocen como su intransferible esencia. La riqueza paisajística de la plástica cubana, y la inmediatez y aceptación que tuvo, tiene y tendrá esa pintura, constituye uno de nuestros valores patrimoniales esenciales.

En décadas recientes, no es la primera vez que lo preciso, el paisaje cubano ha alcanzado nuevos niveles de revalorización y demanda. Sin lugar a dudas, los trágicos avatares de nuestra historia actual han influido de forma decisiva en el renacimiento de esa creciente apreciación y, no menos, en el surgimiento de un importante número de paisajistas, con diversos niveles de calidad, que se han volcado en el paisaje como símbolo totalizador de lo esencial cubano. En esa proliferación, la nostalgia no deja de actuar como catalizador.
Luis Vega es uno de los paisajistas de primer orden de esta nueva andadura. Dibujante principal, y sin dibujo no hay pintura, este creador ha desarrollado una obra paisajística en que son inseparables la belleza de la imagen con la calidad y el refinamiento magistrales de la ejecución Esa ascendente depuración y la constancia de su búsqueda de elementos enriquecedores del tema, nos han deparado cuadros fascinantes en que la luminosidad y el minucioso detalle se conjugan en los máximos de la excelencia. Esto sólo acontece porque sus paisajes van más allá de sí mismos, de la gravitación de la realidad que los alimenta, para abrirse en su otredad, en su reverso y en sus magias.

La exposición “Sueños y realidades” tiene una oferta singular para todos. Está integrada por 26 piezas, entre las que hay tres dibujos de principios de la década del 80. El grueso de la muestra lo componen lienzos pintados en los dos últimos años, aunque se incluyen algunas obras realizadas en los 90. Ese ordenamiento temporal, no es de ninguna forma una retrospectiva, pero facilita una mayor inteligencia del que hacer de este creador.
En esa inteligencia creo oportuno precisar que “Sueños y realidades” nos brinda la oportunidad de conocer la semilla, el origen y el nacimiento del lenguaje de la obra paisajística de Vega. Se trata de un cartel realizado en 1973, cuando trabajaba para el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, para el documental “Versos sencillos”, dedicado al Apóstol de la Independencia Cubana.

Vega diseñó el cartel como un espacio lleno de una exuberante espesura en que las más diversas plantas se entrelazaban ocupando casi la totalidad del espacio. Lo significativo y lo que ligaba metafóricamente al Apóstol con la vegetación, es que todo surgía de la cabellera de Martí, de su amplia e inconfundible frente, en la base del cartel. Así, sus cabellos eran ya espesura, naturaleza incontenible, espléndida. El pintor supo que había hallado un camino, una inédita posibilidad expresiva sobre la que se volcaría muchos años después.

Si bien los paisajes del artista son expresión de nuestra insularidad y reafirmación de sus raíces, esos paisajes, insisto en ello, son una idealización, un exquisito proceso de reorganización de los elementos que los integran, algo que lo diferencia de otros artistas que se vuelcan en ese género. Esa idealización determina un lenguaje en que la fuerza y la vitalidad de nuestra esencia se exaltan en el esplendor de una tan espléndida como desafiante naturaleza que, en su luminosidad, es negación de lo opresivo y celebra la plenitud de la libertad, de la posibilidad, de la inmediatez y del siempre. De esta suerte, su pintura, en que un asimilado latido surrealista anima la totalidad de la imagen, no se cumple en el tiempo real sino en el tiempo de lo trascendente.

Esa alquimia determina que el universo de Vega sea una cristalización de la belleza y la evidencia en sus metamorfosis, que son tanto expresión de su imaginación como de la carga poética que busca, fija y transmite en su deslumbramiento.

Siempre he creído y he manifestado a los que me han preguntado y preguntan a la hora de adquirir una obra, que las pinturas que uno debe tener en su casa son aquellas con las que puede convivir armoniosamente, las obras que se hacen parte de uno mismo y son materia enriquecedora de nuestra cotidianidad. Así, tengo piezas de indudable calidad que no cuelgan en mis paredes, pero cuya excelencia en todos los órdenes valoro a plenitud. Los cuadros de mi amigo Luis Vega pertenecen a la primera categoría. Son cuadros que, trascendiendo nuestra tenaz cubanía, se inscriben, para empezar, en la universalidad de la belleza y la calidad estética, y con los que dialoga entrañablemente nuestra mirada. Piezas mayores que nos entregan, más allá de nuestros orígenes e inconmovibles convicciones y certidumbres y nostalgias y deseos, la plenitud que desconoce ciertas, no sé cuántas, fronteras de la pintura. Es decir: el absoluto de la pintura que se justifica en y por sí misma. Esa es la gran y final prueba del arte.

Esta exposición nos entrega un más en la producción de Vega, que se adentra en la plenitud de su madurez creativa. Al recorrerla debemos partir de varios presupuestos definitivos. Entre ellos, son esenciales la certidumbre de que para este artista mayor, las nubes son paisaje dentro del paisaje y que el amanecer es símbolo de renacimiento. De idéntica relevancia, el que las palmas -la palma herediana- son algo más que ese árbol emblemático de los cubanos, son el cubano, cada cubano.

Hay varios cuadros de esta exposición en que la palma tiene un papel protagónico sin establecerse como imagen absoluta de una totalidad. Uno de ellos es “La despedida”. Muestra varias palmas desprendiéndose del macizo insular, copiosamente arbolado, y avanzando por las aguas de un mar terrible, en este caso sereno, hacia la orilla de otra playa, marchándose de la Isla. En ese lenguaje en que los árboles son voces definitivas, “La cima del mundo” nos entrega la imagen de un majestuoso árbol sobre una loma y las palmas ascendiendo hacia el cielo. Es el distanciamiento sin perder la esencia. Si las nubes son paisaje dentro del paisaje, podemos hallar otro exponente de distanciamiento en “Mangos en el paraíso”, en que. un “mata” de mangos crece sobre las nubes, más allá de su suelo.

En esta colección de obras que son exponente de una tan rica como armónica evolución en la plenitud de la madurez de un artista principal, quiero destacar dos obras. Están centradas en los “papalotes”, en buen cubano, cometas en buen romance. Parten, y huelgan las explicaciones, de esa memorable experiencia de la infancia que es empinar un papalote. Una de ellas es “La Habana se fue a bolina”, en que los papalotes muestran paisajes de la capital cubana, que se pierde en las nubes, que se va “a bolina”, conforme a la expresión popular. La otra es “La creación”, en que la bandera cubana figura en dos papalotes que parecen fundirse. Ambos cuadros, desde su evocación de la inocente magia de empinar papelote, son una clara alusión a Cuba y a la actual tragedia que vive. Dos cuadros, en que las nubes siguen siendo paisaje y sirven de expresión de la realidad nacional.

Hay un cuadro que expresa, de igual manera, a través de la metáfora, el cotidiano acontecer cubano. Es “A dónde vamos”. Muestra a dos hermosos caballos, uno ya en su pleno desarrollo y otro más joven, que galopan entre las nubes, absoluto del paisaje, hacia un precipicio iluminado por la luna.

En el diseño de esta exposición, Vega nos entrega tres cuadros en que la figura humana, al cabo de muchos años, vuelve a dominar una zona de su obra. Son “La siesta”, “La dama del mar” y “La dama de la tierra”. La mujer es centro y anclaje de estos grandes lienzos cuya ejecución es definitivo exponente de la imaginación, el oficio y la maestría del artista.
Estas piezas son, en buena medida un consumado desarrollo de lenguaje que halló en el cartel de “Versos sencillos”. Sus títulos precisos sitúan a los retratos. Lo que es notable, más allá la exquisita ejecución, es como el pintor ha logrado incorporar a las figuras al ambiente que las rodea. Así, en el caso de “La dama del mar”, el vestido de la hermosa joven, en un azul remansado, es parte del mar, en tanto que en “La dama de la tierra”, la lujosa cabellera femenina vuelve a ser origen y fuente de la vegetación. Un tratamiento, en ambos casos, en que predomina la sutileza, lo que enriquece el impacto visual de los lienzos.

En este riço conjunto paisajístico, destacan obras que son nuevas interpretaciones de lienzos previos, cuya posibilidad ha revitalizado y renovado completamente el pintor. Ejemplo de ello es “El capitolio”, en el que el imponente edificio habanero está sumido en la exuberancia de una selva. Y aquí, teniendo en cuenta el sentido metafórico que maneja el creador, debe precisarse que la exuberancia puede ser una manifestación de lo terrible.

Uno de los cuadros centrales de esta exposición, y de creciente significado en una selección ideal de la obra del artista, es “Nostalgia”, en que la isla de Cuba, gloriosa en su vegetación, ha sido concebida para aludir a ese caimán con que tanto se le ha comparado. Una isla fascinante, celebrada desde su descubrimiento, que anclada en aguas tan hermosas como terribles es, en este lienzo mayor, tanto presencia como distancia, recuerdo y nostalgia.

Es sitio que está y sitio que falta. Tan evidente como enigmático. Pura figuración de un ángel rilkeano. Nostalgia desde su ayer, su hoy, su mañana, su siempre y su pendiente posibilidad.
“Sueños y realidades” es una colección de pintura que reafirma el lugar principal que tiene Luis Vega en el género paisajístico cubano, su maestría. De igual suerte, lo singulariza como cronista de un paisaje, siempre una realidad y siempre un sueño, y creador de una Cuba fabulosa. Aunque el signo de la nostalgia domine el conjunto de piezas reunidas, o quizás por ello, esos cuadros jubilares, van más allá de su propio tema y esencia, y son un raro exponente de algo que muchos olvidan. Es que la pintura se justifica en y por si misma. Esa certidumbre, junto a su pasión por el paisaje cubano, dominan la obra mayor de este artista que ha enriquecido a la nostalgia con su más.